“Me despiertan curiosidad las vitrinas bien diseñadas y ornamentadas por los dueños de pequeños negocios. No me atraen tanto, sin embargo, las de las cadenas comerciales, pues son planeadas desde una lejana central rectora y tienden a repetirse en otras ciudades y países. En cambio, las diseñadas por el dueño de una tienda tienen un toque único y auténtico, transmiten la sensibilidad de aquel y buscan el diálogo con la comunidad. No significa que toda vitrina organizada así resulte un aporte estético, desde luego, pero sí hay un intento de conversar con quien pasa. Son vitrinas que hablan.
Traigo esto a colación por dos motivos. El primero, porque acabo de recorrer las otrora luminosas calles Esmeralda y Condell de Valparaíso, que hoy parecen las de una ciudad bombardeada y vandalizada por bárbaros. Detrás de las cortinas metálicas bajadas y garabateadas yace hoy insepulta la creatividad que apuñalaron enemigos del orden, el patrimonio cultural y la libre iniciativa individual. Esas vitrinas fueron primero amordazadas y después ejecutadas. Se trata de un crimen del que se tardará decenios en recuperarse, si no marca ya el inicio de la decadencia definitiva de Valparaíso.
El segundo motivo para traer esto a colación es una experiencia singular en la pequeña ciudad donde vivo y que cruzo “como flecha”, según amigos contertulios de El Copihue. En fin, aquí hay una pequeña y surtida juguetería-librería con una minúscula vitrina que revela amor, cuidado y refinamiento. Es un espacio colorido y cambiante, ante el cual me detengo a veces a contemplar el decorado que renuevan con frecuencia. A través de la vitrina no se divisa el interior de la tienda, que levita en una suave penumbra, y por ello, a ciertas horas, el reflejo de uno mismo y de los árboles detrás se conjuga con los juguetes y libros expuestos con ternura, entrelazando mágicamente ambos mundos.
La vitrina de Carolín Cacao me recuerda librerías de ciudades europeas. Es tan pequeña y acogedora que puede ser contemplada sólo por dos personas a la vez. Aquí lo exhibido luce limpio y desempolvado, nítida es la vidriera, el escaparate irradia inteligencia y sensibilidad estética. Ubicado en una construcción de adobe y tejado, el local mantiene el frente barrido, y unos ornamentos sencillos invitan a pasar, pero nunca he entrado. A veces porque paso en la hora de cierre, a veces porque paso apurado.
Un día tuiteé por X una foto de la vitrina celebrando cuanto digo arriba. Al volver a pasar, semanas después, noté que exhibía una novela para niños de mi autoría. Divertido, tomé fotos de la vitrina en que descollaba una magnífica edición ilustrada de La Odisea, y tuiteé aplaudiendo el canto de Homero, mi obra predilecta. Cuando después de varias semanas volví a pasar ante la vitrina, vi que habían sustituido mi libro por otro mío, sobre el detective Cayetano Brulé. ¿Sería casualidad o un mensaje de alguien que me había detectado desde la penumbra y leído mis tuits? Estuve a punto de entrar, pero desistí. Era delicado. ¿Qué diría? Ignorar mi libro y preguntar por otro , o saludar con un mire, yo soy el autor de ese libro y vivo cerca? ¡Patético! Seguí mi camino reflexionando sobre este intringulis, que a muchos puede resultar insólito y febril.
La cosa es que al pasar semanas más tarde frente al local descubrí que en el exterior habían instalado una banca restaurada y, a su lado, en un macetero, un gran quisco tan verde como Wanderers. Claro, tomé fotos y en un tuit destaqué la contribución estética de Carolín Cacao a la calle Arturo Prat.
Al regresar allí semanas después, divisé en la vitrina otro libro mío, Nuestros años verde olivo. Sustituía al anterior, lo que ya atribuía al asunto ribetes de novela de espías. Olía a señal encriptada. ¿De verdad se trataba de una casualidad, algo impresionante, o era un mensaje arrojado -no dentro de una botella al mar sino dentro de una vitrina a la villa- por Carolín Cacao? ¿O me estaba pasando películas? Bueno, escribir ficción acarrea dudas de esta naturaleza. No es inocuo invertir gran parte de la vida escribiendo y leyendo ficciones, de espaldas a la realidad concreta, como tampoco es inocuo pasar la vida entera sin leer ficciones, solo batiéndose en la arena cotidiana. Pero había más elementos particulares en esa trama: la canción Alicia va en el coche no es cualquier canción. Se entona desde el siglo XIII, es decir, desde hace 800 años. Emergía así una constelación enigmática: un local con el nombre de una canción medieval (sobre cuyo significado abundan especulaciones) un volumen de la Odisea, compuesta hace casi tres mil años, una vidriera que, como el Aleph, de Jorge Luis Borges, borra los deslindes entre realidad y ficción, una novela de mi detective afincado en una ciudad crepuscular sin acta de fundación, y mis recuerdos sobre mi propia odisea juvenil. Demasiados símbolos se agitaban allí como para ignorarlos.
Entonces la pregunta se volvió acuciante: ¿Entro a la librería a ver qué hay detrás de esto, o mejor no porque todo puede ser casual, y la indagación podía romper el hechizo y desembocar en un papelón de mi parte? Como me seduce la ambigüedad de la buena ficción, pensé que mientras yo no ingrese al oasis de juguetes y libros a esclarecer estos misterios, las circunstancias seguirán tejiendo un relato de final abierto que el diálogo de la vitrina continuará nutriendo. Como vemos, las vitrinas pueden ser mucho más que vitrinas. Antonio Muñoz Molina publicó Ventanas de Manhattan (2004), memorias del año en que vivió allí. En el libro relata cómo buscó entonces las pequeñas librerías que había frecuentado años atrás en la Gran Manzana. Habían desaparecido casi todas, y enumera, por lo tanto, las sobrevivientes. En 2010, cuando me instalé un mes en Manhattan y empleé su libro como guía para ir directo a las sobrevivientes, constaté con desaliento que gran parte de éstas ya también habían desaparecido. Tremendo. El mundo no será mejor sin librerías.
Por todo esto seguiré pasando frente a la tienda del canto medieval y el quisco olmueíno, pidiéndole a alguien que me compre allí discretamente algún libro, pero si veo en la vitrina una banderita verde como señal de pase abierto, entraré al pequeño paraíso. Solo temo que en ese instante se desvanezca el misterio”.
Por RobertoAmpuero
Escritor, Excanciller, exministro de cultura y exembajador en España y México.